POR: JUAN LAGUNAS
Una connotación de la palabra “apocalipsis” denota caos; empero, si la asumimos a partir del texto bíblico, significa “revelación”. En estos tiempos de covid-19, se vuelve imprescindible “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel. El argumento se resume en un vocablo: angustia.
En la trama, un fragmento de la sociedad burguesa de la época experimenta un cónclave; pero, por algo enigmático, no puede salir de la residencia. La reclusión (como después lo describiría José Saramago, en Ensayo sobre la ceguera) conduce a los contertulios al primer estadio del hombre: el salvajismo. La atmósfera se tiñe de un halo de atrocidad.
La casa se transforma en un dédalo y, a la vez, en una mazmorra gélida y dubitativa (infestada por la barahúnda… El desorden). El director da rienda a una situación cíclica de su material fílmico: la impaciencia.
Los efectos del encierro ya habían sido tratados, a nivel de narrativa, por Stefan Zweig, en Una partida de ajedrez. Sin embargo, el cineasta los matiza y engrandece en la inevitable interacción; sobre todo, en los personajes de Silvia Pinal y Enrique Rambal. El universo surrealista mantiene al cinéfilo casi en vilo, a punto del vértigo.
Se trata, en suma, de una sátira sistémica de la opulencia. En definitiva, un desarrollo subversivo y disolvente; pavoroso y extraordinario que, quizá sin proponérselo, estremece el pensamiento.
En la obra se plantea un pasaje ataviado de alucinación (típico en el trabajo de Buñuel), cuando una mujer es acosada por una mano (que sale de una puerta y recorre la estancia).
Con base en eso, surge la cavilación en torno a la hipocresía de la sociedad, que vive inmersa en la cultura de la simulación. Así, desde la óptica de la apariencia, no pasa nada; el fingimiento se expande… En contraste, en medio de la desesperación, emergen la pugna y la discrepancia. El ser humano vive, como en este caso, en una continua represión; y, dentro de la debacle, la apariencia se sepulta, para dar paso a los instintos bárbaros.
Un pasaje decisivo de la cinta gira en torno a los alimentos y la tensión sexual. El confinamiento propicia una especie de ofuscamiento de los sentidos, sin duda. Todos desean marcharse, mas no saben cómo. Algo intangible los maniata.
En palabras del propio autor, este conflicto sí habría sido solucionado en una clase social distinta, como la obrera. Con esto, nos da a entender que el estípite del disturbio no se atenúa desde el poder económico; al contrario, adquiere acento bélico. La frivolidad no se lleva con la desdicha. Son una dicotomía indisoluble.
Vale la pena retornar a este largometraje (concebido en 1962), que tiene una duración de 90 minutos. Y más ahora, en que el cautiverio (a causa de la pandemia) tiende un puente sutil con la meditación.