Sí creo en la mujer · Cine

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Por: Juan Lagunas

El escritor hindú, Rudyard Kipling dijo: “La intuición de una mujer es más precisa que la certeza de un hombre”. En el filme: “Yo no creo en los hombres”, el personaje central, interpretado por la bella Sara Montiel, es así: un cúmulo de percepción.

Esta película mexicana, de 1954, concentra el abuso del hombre contra la mujer, cegada por las falsas promesas y, más adelante, encumbra la fortaleza femenina. La madre se reivindica en la adversidad; guía al vástago y, de forma tácita, se vuelve una figura prototípica.

El director, Juan José Ortega (“Corazón salvaje”, “Piel canela” y “La mentira”, entre otras) adecua con excelsitud la historia de Caridad Bravo Adams.

Sara Montiel

María Caridad es víctima de un ardid y, luego, queda embarazada. Al enfrentarse con la negación del padre, asume una mala decisión: lo ultima. En presidio, experimenta una serie de cavilaciones y retos.

Su abogado defensor la impulsa y, al mismo tiempo, pretende escudriñar su alma. Sin embargo, la desconfianza se vuelve preeminente y, desde esa perspectiva, marca la pauta de su comportamiento: se hace agreste, huraña, soberbia, misántropa y, lo peor, inexorable ante el devenir de la sociedad.

La ceguera mental no le permite advertir las transformaciones del inconsciente colectivo, donde se anidan las directrices de la hipocresía: la simulación, el fingimiento, el abandono, la injusticia, entre otros.   

A Montiel la acompaña un reparto de primerísima calidad: Roberto Cañedo,  Rebeca Iturbide, Rafael Bertrand, Julio Villarreal, Emperatriz Carvajal, Dalia Íñiguez, Antonio Raxel, Nicolás Rodríguez, Beatriz Saavedra, Julio Taboada,  Armando Velasco y Kitty de Hoyos. Todos, casi al unísono, dan vida a la odisea (que posteriormente fue retomada por el lenguaje televisivo, para convertirlo en telenovela; existen alrededor de tres versiones).

La joven se enfrenta a los cíclicos signos de la intolerancia: los prejuicios. Éstos persisten aún.

La naturaleza humana, según Erich Fromm, se aliena. Su idea del “carácter social” conlleva el núcleo del desequilibrio, donde confluyen los medios de producción y otras formas ajenas a la espiritualidad.

Todo eso enfrentó, sin proponérselo, María Caridad. Una bala (detonada por la ira) cambió su destino.

El largometraje es excepcional. Fiel a la estructura del drama, origina tristeza y compasión en el cinéfilo. Evoca acción y diálogo.

Veámosla una vez más. Los ojos de Sarita valen la pena. Sí creo en la mujer.